lunes, 21 de noviembre de 2011

El Cid, recaudador de impuestos

La literatura, desde hace siglos, y el cine, en las últimas décadas, nos han presentado al Cid como un héroe de la Reconquista plenamente comprometido en la lucha contra el Islam. Su personalidad se caracterizaba por la devoción cristiana, la nobleza, el valor y la inquebrantable lealtad a su rey legítimo; paradigma de este último rasgo fue que se atrevió a hacer jurar a Alfonso VI en Santa Gadea que no había participado en la muerte de Sancho II y que, luego, efectuado el juramento, fue fiel en todo momento al rey Alfonso. La leyenda nos muestra al Cid como el gran caudillo militar -el conquistador de Valencia- que montado en Babieca y al frente de su invencible mesnada era capaz de triunfar en cualquier situación, incluso después de la muerte. Ahora, los historiadores modernos nos dibujan otra imagen de Rodrigo Díaz de Vivar sustentada sobre fuentes documentales más fiables y, por tanto, menos mítica y más cercana a la realidad, pero no por ello menos interesante o digna admiración.
Uno de los aspectos de la vida real del Cid que ha visto la luz durante los últimos años ha sido la importante actividad que llevó a cabo como recaudador de impuestos desde su juventud hasta los años finales de su existencia. Describir esta actividad recaudatoria del Cid, en el contexto de su tiempo, es el objeto de este artículo.

La primera etapa de su vida

Rodrigo Díaz de Vivar nació a mediados del siglo XI en el seno de una noble familia castellana. Muy joven se integró en la Corte, tras ser nombrado en el año 1058 paje de Sancho, hijo del rey Fernando I. En el séquito del príncipe aprendió a leer y escribir y fue instruido en el manejo de las armas; armas que debió utilizar por primera vez en una expedición que apoyó al rey moro de Zaragoza en 1063 contra las tropas cristianas de Ramiro I de Aragón.
A la muerte de Fernando I su reino se dividió entre sus hijos: Castilla le correspondió a Sancho, León a Alfonso y Galicia a García. Los tres hermanos lucharon entre sí para conseguir la supremacía y reunificar la monarquía. En este difícil contexto, la habilidad militar de Rodrigo Díaz de Vivar empezó a ponerse de manifiesto y pasó a ser, por méritos propios, uno de los más importantes colaboradores de Sancho, el nuevo monarca de Castilla. Las victorias de Llantada y Golpejera en los años 1068 y 1072 permitieron que Sancho II gobernara sobre todo los territorios que habían formado el antiguo reino de su padre.
Sin embargo, su éxito fue efímero porque la nobleza leonesa se sublevó, haciéndose fuerte en Zamora, ciudad que era gobernada por Urraca, otra hija de Fernando I. Las tropas de Sancho, entre las que se encontrada Rodrigo, asediaron Zamora pero el monarca murió asesinado antes de lograr su objetivo. Esta prematura muerte provocó que su hermano Alfonso ascendiera al trono de Castilla y León. Este es el momento histórico en el que se situaba la legendaria actuación del Cid en la que obligó al nuevo rey a jurar que no había tenido participación en la muerte de su hermano, imposición que llevaría a la enemistad regia y al exilio del héroe. Sin embargo, la historia ahora nos dice que este episodio fue una invención literaria, posterior en más de cien años a la muerte del Cid, y que no sucedió. Al parecer, la expulsión del Cid del reino de Castilla tuvo más relación con su actividad como recaudador de impuestos que con su lealtad hacia el fallecido Sancho II.
De esta manera, y al contrario que en la leyenda, los documentos de la época relatan que Rodrigo siguió siendo un importante personaje de la Corte de Alfonso VI en los años posteriores al asesinato de Sancho. Prueba de lo anterior es que el monarca le nombró juez para dirimir varios pleitos y le permitió que se casara, hacia el año 1075, con doña Jimena, noble asturiana entroncada directamente con los monarcas de León.
En este punto de la historia nos encontramos con las primeras fuentes documentales que reflejan la actividad del Cid como recaudador. Así, en otra muestra más de la confianza regia, Alfonso encomendó a Rodrigo en 1079 la recaudación de las parias del reino taifa de Sevilla.

Parias o tributos

¿Qué eran las parias? Para contestar a esta pregunta hay que describir la situación de la Reconquista en la época del Cid. La desaparición del Califato de Córdoba y su descomposición, a partir del año 1031, en un conjunto de pequeños reinos independientes -los reinos de taifas- originó que los musulmanes tuvieran un poder militar inferior al de los cristianos y que hubieran de adoptar posiciones defensivas para mantener su territorio y riquezas. En este contexto, los reyes cristianos prefirieron no aprovechar la debilidad del enemigo para extender sus dominios territoriales, entre otras cosas, porque no tenían habitantes suficientes para repoblar los espacios reconquistados con garantía de éxito. Por eso, optaron por exigir tributos o parias a los reyes musulmanes a cambio de la suspensión de las hostilidades. Al parecer el sistema de parias se consolidó de una manera muy importante durante los primeros años del reinado de Alfonso VI.
Las parias constituían un problema económico, religioso y político para los reyes de taifas. El conflicto económico surgía como consecuencia de que la creciente superioridad militar de los cristianos colocaba a éstos en una posición muy favorable para reclamar cada vez cuantías más importantes a cambio de su inactividad guerrera. De hecho, las parias fueron una fuente de riqueza muy importante para los cristianos en este periodo de la Reconquista y un serio problema para el pueblo musulmán que se encontró sometido a una importante escasez de recursos económicos y monetarios.
Por su parte, el problema religioso aparecía como consecuencia de que el Corán prohíbe taxativamente el pago de tributos por los creyentes a los cristianos. Así, un teólogo cordobés del siglo XI sostenía que uno de los mayores crímenes que podía cometer una autoridad pública era obligar a los musulmanes a pagar tributos como los que pagaban los cristianos sometidos. Por este motivo, para los reyezuelos de los reinos de taifas resultaba vergonzante, a la vez que moralmente reprobable, que sus ciudadanos tuvieran que abonarles impuestos para, posteriormente, entregar la recaudación a los cristianos. Parecido fundamento tenía la complicación política: el territorio que paga tributos a otro reino está reconociendo la soberanía y primacía de éste último, y era fundamento del sistema teológico y político del Islam no reconocer la soberanía de ningún reino cristiano sobre ellos. Para resolver el conflicto religioso y político, los reyes de taifas nunca aceptaron que estuvieran pagando tributos a los cristianos y disfrazaron su auténtica naturaleza en la figura de las parias.
Etimológicamente, parias proviene del término latino "pariare" que significa igualar una cuenta o pagar. Por tanto, los musulmanes interpretaban las parias no como un tributo, si no como un pago por una deuda que tenían frente a otro reino, deuda que tenía su causa en la contratación de las tropas de los reinos cristianos para evitar la guerra y protegerse frente a los enemigos. Mediante este artificio, conceptuaban las parias como una paga militar efectuada a favor de los guerreros cristianos -considerando a éstos como una especie de tropas mercenarias que les garantizaban la paz y que debían ser retribuidas convenientemente-. Otra frecuente manera de enmascarar la realidad de las parias fue calificarlas como regalos o dones en favor de otros monarcas, apartando lo más posible cualquier parecido entre ellas y los impuestos prohibidos en el Corán o el reconocimiento del vasallaje y la dependencia política de los reinos cristianos.

Alfonso VI destierra al Cid

Explicado el concepto de las parias, volveremos a la vida del Cid recordando que en el año 1079 Alfonso VI le encomendó la recaudación de las parias que debía pagar el rey Almutamid de Sevilla. Cuando se encontraba desempeñando esta misión, el monarca de Granada atacó los territorios del reino de Sevilla y Rodrigo Díaz de Vivar se vio obligado a defenderlos con su ejército puesto que, como ya hemos visto, uno de los objetivos del pago de las parias era la ayuda militar en caso de ataque por parte de un tercero. Haciendo gala de su condición de caudillo invencible, el Cid derrotó en la batalla de Cabra a los granadinos haciendo numerosos prisioneros.
Reflejo de esta actividad recaudatoria del Cid lo encontramos en un romance de origen desconocido que, además, pone de manifiesto las características de las parias que se han explicado en los párrafos anteriores (sustento en la amenaza de ataque por los ejércitos cristianos, conflicto teológico y político de los soberanos musulmanes ante su pago, etc.).

"Por el val de las Estacas pasó el Cid a mediodía
en su caballo Babieca, oh, qué bien parecía.
El rey moro que lo supo a recibirle salía;
dijo: -Bien vengas, el Cid; buena sea tu venida,
que si quieres ganar sueldo muy bueno te lo daría
o si vienes por mujer darte he una hermana mía.
-Que no quiero vuestro sueldo ni de nadie lo querría;
que ni vengo por mujer, que viva tengo la mía.
Vengo a que pagues las parias que tu debes a Castilla.
-No te las daré yo, el buen Cid; Cid, yo no te las daría;
Si mi padre las pagó hizo lo que no debía.
-Si por bien no me las das, yo por mal las tomaría.
-No lo harás así, buen Cid, que yo buena lanza había.
-En cuanto a eso, rey moro, creo que nada te debía,
que si buena lanza tienes por buena tengo la mía;
mas da sus parias al rey, a ese buen rey de Castilla.
-Por ser vos su mensajero de buen grado las daría".

A pesar del buen hacer de nuestro recaudador de parias, el Cid fue desterrado de la Corte por Alfonso VI hacia el año 1080. Al parecer el motivo de incurrir en la "ira regia" fue la acusación de que había cometido un delito de "malfetría" o traición al sustraer una parte de la recaudación obtenida. Algunos historiadores sostienen que la enemistad de Alfonso VI fue provocada porque el Cid atacó con sus tropas el reino taifa de Toledo, que se encontraba bajo la protección del rey de Castilla.
Fuera cual fuera el motivo, lo cierto es que el Cid tuvo que abandonar las tierras de Castilla en un plazo de nueve días, plazo que se estimaba suficiente en aquella época para alcanzar la frontera, y junto a su mesnada busco protección en el reino moro de Zaragoza, sirviendo allí como mercenario entre los años 1081 y 1085 y defendiendo sus fronteras contra las tropas aragonesas y catalanas.

Los almorávides

En el 1085, año en que Alfonso VI conquistó Toledo, los reyes musulmanes de la península Ibérica pidieron desesperadamente el auxilio de los guerreros almorávides del norte de África. Estos, que eran una mezcla entre monjes y soldados, acudieron en defensa de los reinos de taifas y combatieron duramente a los cristianos a lo largo de décadas y en sucesivas oleadas. Los almorávides cumplían con las leyes coránicas de una manera más estricta que los musulmanes españoles y, por ese motivo, los reyes de taifas debieron suspender el pago de parias y la contratación de ejércitos cristianos mercenarios, ocasionando la penuria económica de algunos estamentos de la sociedad cristiana de la época. En todo caso, los almorávides llegaron mucho más lejos y conquistaron uno tras otro los reinos de taifas españoles hasta conseguir la hegemonía completa en el año 1110 al tomar la ciudad de Zaragoza.
A raíz de la invasión almorávide se produjo la reconciliación entre Alfonso VI de Castilla y el Cid, que empezó a colaborar con el ejército de Castilla en el 1087. Sin embargo, un año más tarde se produce un nuevo desencuentro entre ambos, como consecuencia de que Rodrigo Díaz de Vivar no acudió a apoyar al ejército real en Aledo y fue nuevamente desterrado. A partir de ese momento, el Cid centró su actividad militar en Levante y logró constituir un poderoso protectorado, una especie de señoría personal, que cobraba tributos a las ciudades fortificadas y castillos de la zona levantina y catalana: Valencia, Lérida, Tortosa, Denia, Albarracín, Sagunto, etc.

El "Cantar del Mío Cid" y la recaudación de parias

El "Cantar del Mío Cid" es un poema épico que describe la última parte de la vida del Cid, desde su primer destierro de Castilla hasta la conquista de Valencia. Se trata del primer cantar de gesta en lengua castellana y fue escrito entre 1195 y 1205 por un autor anónimo. Ha llegado hasta nosotros en una única copia manuscrita del siglo XIV, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, y a la que le faltan la primera hoja y otras dos interiores. Al tratarse de un cantar de gesta el eje de la narración es el heroísmo religioso y guerrero del Cid, por este motivo, sorprende que el Cantar describa de una manera especialmente realista y detallada los aspectos económicos de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, aspectos que no aparecen habitualmente en los poemas épicos que se refieren a otros héroes y que se centran más en sus hazañas políticas o militares.
En este contexto, la lectura del Cantar pone de manifiesto la importancia que tuvo la actividad recaudatoria llevada a cabo por el Cid, bien en favor del rey de Castilla o bien en favor de sí mismo y su mesnada, durante buena parte de su vida. No cabe duda que para lograr éxitos militares y hazañas en el campo de batalla, era necesario obtener recursos para armarse y mantener a los guerreros. Dentro del Cantar es posible destacar, entre otros muchos, los siguientes ejemplos:

"Esperando está mio Cid con todos sus vasallos;
el castillo de Alcocer en paria va entrando.
Los de Alcocer a mio Cid le dan parias
y los de Ateca y Terrer, casa,
a los de Calatayud, sabed, mal les sentaba".

"Metió en paria a Daroca antes,
luego a Molina, que está a la otra parte,
la tercera Teruel, que está delante;
en su mano tenié a Celfa la del Canal".

También el Romancero nos muestra los métodos que convertían al Cid en un excelente y convincente recaudador. De esta forma, en el romance "Verde montaña florida, al verte me da alegría" se cuenta que el Cid recorría la vega de Granada montado en Bavieca y acompañado de doscientos caballeros con la finalidad de recaudar las parias. Ante la negativa del rey moro a pagar su deuda, el romance describe las razones que debía tener en cuenta el musulmán para reconsiderar su desafortunada decisión:

"El Cid lleva una espada que ciento seis palmos tenía;
cada vez que la bandeaba hierro con hierros hería,
cada vez que la bandeaba temblaba la morería:
De tres en tres los mataba, de seis en seis los enjila".

La conquista de Valencia y la muerte del Cid

Ya vimos anteriormente que la invasión almorávide alteró totalmente la marcha de la reconquista; el poderío de los ejércitos musulmanes procedentes del norte de África originó que los reinos cristianos tuvieran que situarse en posiciones defensivas y que los reinos de taifas dejaran de pagar las parias. En este contexto, el Cid también cambió su política en la zona de Levante, sustituyendo su idea de mantener el protectorado, que se nutría de las parias que pagaban los musulmanes, por el proyecto de conquistar la taifa de Valencia y establecer un señorío personal y hereditario sobre ella. Tan ambiciosa empresa se vio coronado por el éxito en junio de 1094 al tomar la ciudad de Valencia tras un largo asedio. En los años que siguieron, mantuvo su nueva posesión venciendo en dos ocasiones a los ejércitos almorávides que intentaron recuperar esa importante ciudad para el Islam. Una de esas batallas -la celebrada en Quart en octubre de 1094- fue la primera ocasión en que un ejército consiguió derrotar a las tropas almorávides en España, poniendo de manifiesto que no eran invencibles y animando la resistencia del resto de los reinos cristianos.
El Cid falleció en 1099 a una edad levemente superior a los 50 años y fue enterrado en la catedral de Santa María de Valencia. Su viuda -Jimena- continuó siendo señora de esa ciudad hasta el 1102, fecha en la que Alfonso VI decidió su abandono al resultar imposible frenar la presión de los ejércitos almorávides.
Cuenta la leyenda que la admiración que el Cid despertaba en sus enemigos, por su valentía y éxito en el arte de la guerra, fue tan grande que logró vencer en la batalla incluso después de su fallecimiento. Tras conocer su maestría en el arte de la recaudación es posible afirmar, igualmente, que fue capaz de recaudar parias tras su muerte. El hecho de que la leyenda no haya querido recordar estas hazañas más prosaicas del Cid en favor de la hacienda pública es porque en la poesía la figura del recaudador eficaz es menos legendaria que la del guerrero

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