lunes, 31 de octubre de 2011

La primera escuela de Medicina

Le cabe a la Armada española el orgullo de haber puesto en marcha el primer centro de enseñanza de la Medicina en nuestro país. Fue el Real Colegio de Cirugía, que abrió sus puertas en Cádiz, en 1748, gracias a diversos factores, entre los cuales se encontraban el talento y la clarividencia de un ilustre cirujano de las flotas, Pedro Virgili, y la comprensión y la sagacidad de un político, Zenón de Somodevilla, Marqués de la Ensenada, quién desde el primer momento entiende las razones de la petición del primero y logra, desde su alta posición de consejero directo del Rey, que se realice su aspiración legítima.

Virgili, quien contaba con un conocimiento científico superior a la media de la época, estaba empeñado en que se contara con unos servicios médicos “profesionales” con la preparación suficiente, para los cánones de aquellos tiempos: “... un Colegio en el cual se enseñe la Cirugía con el método que se requiere, deduciendo sus doctrinas de los experimentos físicos, observaciones y experiencia práctica, para lo cual siendo preciso haya un Hospital donde haya u ocurran muchas enfermedades y que también se encuentre cirujanos de grandes conocimientos que puedan explicarlas a los practicantes colegiales haciéndoles trabajar en la Anatomía efectiva y exponiendo todas las demás partes de la Cirugía.”

El cirujano hizo la petición en marzo y el Marqués lo elevó al rey en julio, Su Majestad el rey Fernando VI firmaba las ordenanzas del colegio en noviembre de ese año, “teniendo presente las ventajas que se seguirán a su servicio y la utilidad que experimentarán los oficiales, tropas y marinería de la Armada y navíos particulares de comercio en la cura de sus enfermedades...”. El trámite, pues, fue todo un récord para las costumbres de la época.


No hablemos de la celeridad con que se acometieron las obras del Real Colegio, el fervor con que su promotor reclutó el cuadro de profesores y reunió el material didáctico apropiado, pero sí dar una muestra del ritmo que se puso en la consecución del proyecto: “(...) participo a V. I. cómo el día de San Juan entraron los colegiales a vivir dentro del Colegio, de lo que doy gracias a V. I. por la suntuosidad del edificio y la decencia con que están (…) Carta del 7 de julio de 1750. ¡No habían pasado más de 18 meses!. Los primeros cincuenta aspirantes a la condición de cirujanos de la Armada ya tenían asegurados alojamiento y enseñanza.

El personal embarcado comenzó a percibir el avance técnico que significaba la presencia de los facultativos egresados de Cádiz, que elevaron sensiblemente el nivel de calidad en las enfermerías a bordo, así como en los centros hospitalarios en ambas orillas.

Era un paso de progreso que situaba a la ciencia médica española, en general, a la altura que la misma había logrado en Francia, nación que, por entonces y gracias a la Escuela de París, estaba situada a la cabeza de Europa en los estudios de la Medicina y la Cirugía.

Se dio un segundo fruto que no quizá no se había propuesto Pedro Virgili al dirigir su memorial al Marqués de la Ensenada. A los pocos años de la creación del Real Colegio de Cirugía, esos efectos comenzarían a percibirse en las bases y apostaderos situados en las costas de los inmensos territorios sometidos a la Corona de España. En puertos como Veracruz y Acapulco, en la Nueva España; Cartagena de Indias, en la Nueva Granada; el Callao, en Perú; La Habana en la isla de Cuba, Montevideo y Buenos Aires, en el Río de la Plata, etc., se inició un mejoramiento de las condiciones de salubridad ambiental, y hasta hubo expediciones por tierra firme que contaban con la asistencia de algún médico de la Armada, como ocurriría en la que llevó a cabo la conquista de California.

Como habéis podido imaginar por su apellido, Pedro Virgili era catalán, nacido en Tarragona en 1699, y como tal, digno súbdito del Rey de España unos 100 años antes de la invención del actual nacionalismo catalán.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Bucaneros

Hacia mediados del siglo XVII la isla de Santo Domingo, o La Española como se conocía en aquella época, se encontraba invadida por una singular comunidad de hombres salvajes, hisurtos, feroces y sucios, en su mayoría colonos franceses, cuyo número aumentaba de cuando en cuando con manadas de recién llegados procedentes de los bajos fondos de más de una ciudad europea.

Estos hombres iban vestidos con camisa y pantalones de tela basta, la cual estaba empapada con la sangre de las bestias muertas por ellos. Llevaban una gorra redonda, botas de piel de cerdo que les cubrían las piernas, y un cinturón de piel cruda, en el cual metían sus sables y navajas. También estaban armados de mosquetes que disparaban un par de balas de dos onzas de peso cada una.

Los sitios en que secaban y salaban la carne se llamaban “boucan”, y de este término procede el nombre de bucaneros. Eran cazadores por profesión y salvajes por costumbre. Abatían las bestias y traficaban con su carne. Su alimento preferido era la médula cruda de los huesos de aquellos animales. Comían y dormían sobre el suelo desnudo, su mesa era una piedra, su almohada un tronco de árbol y su techo el cálido cielo de las Antillas.


William Dampier, hacia 1699

lunes, 24 de octubre de 2011

¡Dile al Rey Jorge que me la chupe!

Tanto sus orígenes como su muerte son poco conocidos y origen de especulaciones, además parte de la información que se tiene de su origen y muerte provienen de lo que se le atribuye como un diario autobiográfico. La versión más extendida es la que le tiene como nacido en Bayona, Francia de padre de esta nacionalidad y madre española, judía sefardí, cuya familia llegase a Francia huyendo de la Inquisición (cosa que podemos dar como falso, casi con toda certeza, pues la Inquisición a fines del s. XVIII ya no era lo que había sido un par de siglos antes). Criado en un hogar judío kosher, Lafitte contraería después matrimonio con Christiana Levine, de una familia judía danesa. El posible origen español se sustenta en el nombre que dió a su isla “Reino de Barataria”

A pesar de su nombre, un tanto afeminado, Jean Lafitte era un honesto y buen rey de los piratas. Lideraba una isla pirata que compró en 1803 en Luisiana, capturaban barcos y contrabandeaban mercancías robadas hacia Nueva Orleans. Tenía tanto éxito que cuando el gobernador de Luisiana ofreció una recompensa de 300 dólares por su captura (que era la mitad de todo lo que producía Luisiana en un año) Lafitte respondió ofreciendo una recompensa de 1.000 dólares por la captura del gobernador.

Los periódicos y las autoridades pintaban a Lafitte como una diabólica mente criminal y un asesino en masa. Vamos como Osama en los EEUU de hoy día. Aparentemente su reputación se extendió por todo el Atlántico, ya que en 1814, Lafitte fue "tentado" por los ingleses, que le hicieron llegar una carta firmada por el propio rey Jorge III, prometiendole la ciudadanía y propiedades si pasaba al servicio de la Corona inglesa. Estos ingleses tan humanitarios y democráticos cómo sólo ellos saben serlo.

Como los ingleses son así, en la misma misiva se le hacía saber que si se negaba a "colaborar" la Armada Real destruiría su isla hasta los cimientos. Lafitte respondió que necesitaría unos pocos días para pensar en la oferta...... y se largó a toda vela hasta Nueva Orleans y "avisó a los americanos que ¡Vienen los ingleses!". A pesar de que él no era americano, miraba al nuevo país con admiración y había ordenado a toda su flota que nunca atacaran a un barco americano. La única vez que uno de sus piratas desobedeció esta orden, Lafitte mató al capitán con sus propias manos.

Lafitte era reconocido entre los marineros mercantes por tratar bien a las tripulaciones capturadas y, a veces, devolvía los barcos que no eran lo suficientemente buenos para dedicarse a la piratería. Además, era todo un héroe entre los ciudadanos de Nueva Orleans, ya que este era el centro habitual de venta de todas las mercancías que robaba. Lo que permitía a las buenas gentes de Nueva Orleans disponer de mercancías que de otra forma nunca llegarían a sus manos.

Pero los americanos, al fin y al cabo de sangre inglesa en su mayoría, agradecieron el aviso de Lafitte, encerrando a toda la tripulación en la cárcel. Después los barcos americanos se dirigieron a la isla de Lafitte, los piratas cuando los vieron se las prometían felices y los recibieron con los brazos abiertos. Gran error, fueron capturados por sorpresa y encerrados en diversas prisiones militares. No fue hasta días después que un tal Andrew Jackson, futuro presidente de los EEUU, pusiera el dedo en la llaga: Nueva Orleans no estaba preparada para resistir el ataque de la Armada Real inglesa. Por fin, las autoridades entraron en razón, soltaron a todos los hombres de Lafitte con la condición de que lucharan contra los ingleses. Los barcos de Lafitte eran superiores a los de la Armada de los EEUU, aportando unos 1.000 hombres a las fuerzas locales de defensa.

Lo que resultó ser de gran ayuda para la joven nación, los piratas de Lafitte y los barcos de EEUU pudieron rechazar a los británicos a las puertas de Nueva Orleans. Si estos hubiesen conseguido apoderarse de esta estratégica ciudad en el golfo de México habrían podido entrar en el corazón de la nueva nación con todas sus fuerzas.

Por desgracia para Lafitte, no le fueron devueltos ni sus barcos ni su isla de Barataria. Tampoco llegó el perdón presidencial ni para él ni para sus hombres. A pesar de diversos intentos de su hermano y de él mismo ante el presidente Madison.

Sabemos que se dedicó a cartografiar las tierras más allá de Luisiana, la actual Arkansas; estuvo varios años en Galveston, glorioso nombre para el ejército español. Más tarde, su rastro se pierde. Se sabe con certeza que está enterrado en Zilam de Bravo, al norte de la península del Yucatán, pero no se sabe cuando murió, la leyenda dice que alrededor de 1825.

Es curioso pensar en como los EEUU deben su existencia, tal y como la conocemos hoy día, a un pirata y "terrorista" de nombre afeminado.

jueves, 20 de octubre de 2011

Semblanza de Chaves Nogales

A. Chaves Nogales fue un periodista sevillano que se asentó en Madrid muy pronto. Trabajó en diversos periódicos escribiendo de todo. Alcanzó gran éxito con unas crónicas de viajes que realizó por toda Europa semblando los cambios ideológicos que se estaban produciendo en el continente.

Visitó Berlín, Roma, Moscú. Y, claro, su lúcida mirada supo captar lo que había bajo el oropel y los desfiles. Criticó a los nazis y su antisemitismo; a los italianos y su fascio; sin que se escaparan los soviets y el hambre del pueblo. Lo que le consiguió muchos enemigos en España, además de contar con una prosa fluida y fácil de leer. Doble pecado en una España cateta y semi-analfabeta que ya estaba en la senda de los maximalismos ideológicos.

Cuando triunfa la Segunda República, no tiene dudas. Es, ante todo, un demócrata. Apuesta por Manuel Azaña. Pocos como Chaves Nogales se habrían sentido concernidos con los tres conceptos clave del pensamiento político azañista posterior: paz, piedad, perdón. Formaba parte de la tertulia de quien sería presidente de la República. Pensaba que la República podría sacar a España del atraso de siglos. Pero a partir de 1934 se retrajo un poco en su amor por la República.

Al estallar la guerra civil, se mantuvo en su puesto de editor del periódico, como nos cuenta él mismo:
“Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «camarada director», y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de «pequeño burgués liberal», de la que no renegué jamás.”

Pero cuando el gobierno decidió retirarse hacia Valencia, pensando que Madrid no podría resistir el embate de los facciosos, dejó su puesto de “camarada director” y se marchó hacia Levante: “Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.”

Durante la República ni su actividad periodística ni su compromiso político le alejan de su Sevilla natal. Allí escucha al maestro Juan Belmonte, su amigo, y lo ve torear. De una serie de entrevistas y charlas nace Juan Belmonte. Matador de Toros. Su vida y sus hazañas. Será su obra más conocida, y una de las mejores. Todavía hoy no ha sido superada y es objeto de múltiples reediciones. Traducida al inglés, le resulta de gran ayuda para encontrar trabajo cuando tiene escapar de París e instalarse en Londres.

Fue precisamente esta obra la primera que le recuperó del silencio y el ostracismo a que le sometió el franquismo más mediocre tras la Guerra Civil. En 1969, la recién nacida Alianza Editorial, de José Ortega, Javier Pradera y Jaime Salinas, reeditan el libro en edición de bolsillo.

Chaves Nogales murió solo, en un hospital de Londres, víctima de «una peritonitis y una dilatación de estómago». Era el 4 de mayo de 1944 y tenía cuarenta y seis años. Aunque también en Londres continuó haciendo periodismo —trabajó en el Evening News, y en el Evening Standard tuvo columna propia— y siguió escribiendo contra los nazis y los fascistas, sólo los periódicos británicos y el diario argentino La Razón dieron la noticia de su muerte. El silencio ominoso en su país, como hacían con los vencidos. Su perfil de «un periodista de raza que ha muerto en la brecha» no fue suficiente para obtener una línea en algún medio español. La Razón lo describía como un «sagaz reportero» cuyas historias y reportajes «le harán perdurar en el recuerdo de todos los que, por ser víctimas del virus periodístico, saben lo que significaba un espíritu de la calidad de Chaves Nogales, extranjero fuera de su patria».

Escuadrones de la muerte II

—Dijeron —habla la mujer— que había revolución en Valladolid, que los señores habían quitado la República para volver a ser amos de lo suyo y que los hijos de los señores venían por los pueblos matando a los pobres. Los hombres de Sanbrian decidieron que no los dejarían entrar, que si los ricos hacían una revolución, los pobres harían la suya, que más somos los pobres que los ricos y que a las malas podríamos con ellos. Algunos vecinos no se atrevían. Más valía estarse quedos. A todos no nos van a matar, pensaban. Pero los mozos del sindicato dijeron que sí, que nos matarían a todos, y aunque, la verdad, nadie lo creía, se resolvió el pueblo a cerrarles las puertas y a campar por su respeto. Al principio todo fue bien. Echamos al cura y al cabo de la guardia civil. Los tres o cuatro ricos que había en Sanbrian se fueron ellos solos, y los del sindicato se pusieron a mangonear, por aquello de que siempre ha de haber alguien que mande. No hubo ninguna muerte, eso sí, pero los del sindicato entraron en las casas de los ricos, se apoderaron de los bienes que habían dejado y los repartieron entre los pobres. Estaba mal hecho, señor, y muchos infelices ni siquiera se atrevían a tomar lo que les daban. Pero a los pocos días, como temíamos, volvieron al fin los hijos de los señores, los señoritos. Venían en tres o cuatro automóviles y traían fusiles y pistolas. Para asustar al pueblo entraron disparándoles sin ton ni son, a diestro y siniestro. Venían por la tremenda, y por la tremenda los recibieron los mozos del pueblo. Apostados en una esquina los aguardaron con las escopetas echadas a la cara y cuando los tuvieron a tiro los achicharraron. Así cayó ese jefe de ellos, cuya vida tan cara hemos pagado. Venían matando, señor, ¿cómo querían ser recibidos?
»Los demás huyeron; alguno iba malherido. Los mozos del sindicato se quedaron muy ufanos, pero ya recelábamos que aquella muerte habíamos de pagarla, aunque nunca creíamos que nos la cobrarían tan cara. Ocho o diez días después nos dijeron que venían tropas de Valladolid. ¡Qué tropas, señora, qué tropas! No son peores los chacales. Al principio se les hizo resistencia. ¡Nunca la intentáramos! Las máquinas que traían vomitaban fuego y plomo sobre el pueblo. Los hombres caían segados como mieses. No pudieron resistir y se fueron al campo para seguir luchando. Los que quedamos en el pueblo pusimos banderas blancas y nos encerramos en nuestras casas a esperar que llegasen las tropas. ¡Ojalá hubiésemos luchado hasta el último instante de nuestras vidas! Aquellas tropas de moros y renegados fueron casa por casa rompiendo las puertas a culatazos y matando delante de sus mujeres y sus hijos a cuantos hombres encontraron, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, buenos y malos, rebeldes y sumisos. No quedó uno solo. En Sanbrian no quedó un solo hombre con vida. Tras los moros y los renegados venían los hijos de los señoritos, y como ya no había hombres que matar, mataron mujeres. Aquellos no eran seres humanos, eran fieras. Lo que han visto mis ojos ni se había visto antes ni se verá jamás. Aquella misma noche, entre el ruido siniestro de las descargas y los gritos ahogados de los que sucumbían, las pobres mujeres de Sanbrian tomaron a sus hijos de la mano, estrecharon contra sus pechos a los más pequeñuelos y huyeron al monte aterrorizadas. Los centinelas tiraban al bulto contra aquellas sombras fugitivas. Alguna de ellas cayó atravesada por un balazo y hasta que fue de día estuvo a su lado una criatura que lloraba a la noche inmensa sin atreverse a soltar la mano crispada que poco a poco se le iba quedando fría entre los deditos tiernos.
»Huyeron todos, viejos, niños y mujeres. A los que no huyeron los mataron. No quedó alma viviente en el pueblo. Sólo yo. Desde aquella noche horrible no hay en Sanbrian más ser vivo que yo. Mataron a mi hombre delante de mis ojos, huyeron mis hijos. ¿Para qué huir? Esperé a que me matasen también. No sé por qué no lo hicieron.

A. Cháves Nogales. A sangre y fuego. 1937

miércoles, 19 de octubre de 2011

Escuadrones de la muerte

Aquellos diez o doce hombres que formaban la Escuadrilla de la Venganza consideraban legítima la feroz represalia y se habrían maravillado si alguien se hubiese atrevido a sostener que lo que ellos consideraban naturalísimo era una monstruosidad criminal. Al cabo de cuatro meses de lucha la psicosis de la guerra producía frecuentemente tales aberraciones. La vida humana había perdido en absoluto su valor. Aquellos hombres que el 18 de julio abandonaron su existencia normal de ciudadanos para lanzarse desesperadamente al asalto del cuartel de la Montaña, donde se inició la rebelión militar, y que luego habían estado batiéndose a pecho descubierto en la Sierra contra el ejército de Mola, cuando regresaban del frente traían a la ciudad la barbarie de la guerra, la crueldad feroz del hombre que, padeciendo el miedo a morir, ha aprendido a matar, y si la ocasión de hacerlo impunemente se le ofrece, no la desaprovechará. Es el miedo el que da la medida de la crueldad. De entre estos milicianos que no tenían alma bastante para afrontar indefinidamente el peligro de la guerra en la primera línea, de entre los que volvían del frente íntimamente aterrorizados, se reclutaban los hombres de aquellas siniestras escuadrillas de retaguardia que querían imponer al gobierno, a los partidos políticos y a las centrales sindicales un régimen de terror, el pánico terror que íntimamente padecían y anhelaban proyectar al mundo exterior. Huyendo del frente se refugiaban en los servicios de control revolucionario de los partidos y los sindicatos que, recelosos de la lealtad de la policía oficial y de las fuerzas de seguridad del Estado, toleraban la injerencia de estas escuadrillas insolventes y autónomas en las funciones policíacas. Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción, un místico teorizante de cabeza estrecha y corazón endurecido que, con la mayor unción revolucionaria, decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa.

A. Cháves Nogales. A sangre y fuego. 1937

sábado, 15 de octubre de 2011

¡Se comió un corazón humano, por Dios!

Esta es la historia de Francois el Olonés.

De origen francés, nacido en 1630, realmente odiaba a los españoles. Al principio de sus correrías estuvo a punto de caer bajo las armas de los exploradores españoles, y en lugar de reconsiderar su carrera y convertirse en granjero o algo así, decidió que pasaría el resto de sus días en una cruzada anti-española. Lo hizo saber a los cuatro vientos de la siguiente forma, cuando asaltaba una embarcación española, mataba a todo el mundo excepto a un testigo al que enviaba a las autoridades con este mensaje: “Nunca, de ahora en adelante, daré cuartel a los Españoles.”
Eso fue sólo el principio. Considerando que pasó luego, podemos pensar que esos que perdieron la cabeza fueron los españoles afortunados.

Habiéndose hecho una reputación, El Olonés organizó una flota pirata de ocho barcos y cientos de hombres, se dedicó a atacar las ciudades españolas de Sudamérica, capturar barcos de la Flota del Tesoro y, generalmente, ser un forúnculo en el trasero de cualquiera cercano a los españoles. Sin duda, también mató a una buena cantidad de marinos portugueses, ya que ¿quién puede distinguirlos?.

La situación dio un giro espectacular cuando El Olonés sufrió una emboscada cuando estaba saqueando la costa de la actual Venezuela. Las tropas españolas, superiores en número y armamento, masacraron a los piratas, el Olonés escapó por poco y, de alguna manera, consiguió capturar algunos españoles por el camino. El problema que se le presentaba era simple, ¿por donde huir sin caer en las fauces de otras embarcaciones españolas?. ¿Qué hacer?.

Para la mentalidad de la época, la solución era muy fácil. El Olonés sacó su espada, la clavó en el pecho de un prisionero español, le sacó el corazón con sus manos y comenzó a desgarrarlo con sus dientes, como un lobo hambriento, diciéndole a los prisioneros: “Me comeré al resto de vosotros, si no me mostráis una forma de huir de esta persecución.”

Los prisioneros, haciéndose cruces, hablaron y los piratas consiguieron escapar. Pero no sirvió de nada a los prisioneros. La tripulación pirata comió carne humana durante una semana.

Un par de años después, aterrorizó las costas de Centroamérica cometiendo robos, asaltos y asesinatos, hasta que el Olonés naufragó con sus hombres en un banco de arena. La tripulación hallaba hambrienta y, pese a todas las medidas (descarga de cañones y objetos de peso), el navío no consigue volver a flote. Durante seis meses, el Olonés debe defenderse de los incesantes ataques de los indios y, finalmente, con tan solo 150 hombres, consigue mediante barcas planas construidas por ellos llegar hasta la desembocadura del río San Juan, que le abre el camino hacia el lago Nicaragua. Pero una vez allí, los indios y los españoles le fuerzan a retroceder. Deberá continuar con ayuda de las velas, hacia las costas del golfo de Darién. Habiendo bajado a tierra para encontrar víveres y agua potable, un día es sorprendido por nativos pertenecientes a la tribu kuna, que practicaban la antropofagia o canibalismo, el Olonés y todos sus hombres fueron atacados; solo un hombre logra salvarse de la lucha y escapar. Este fue quien relató más tarde cómo los indios de Darién atraparon al Olonés y lo descuartizaron vivo para echar sus trozos en el fuego, según el testigo:
...lo despedazaron y descuartizaron, lo asaron y... se lo comieron.

Era el año 1671, tenía 40 años