lunes, 8 de noviembre de 2010

El robo de Gibraltar

El día 1 de agosto de 1704 se presentó ante la plaza fuerte de Gibraltar una flota aliada británica y austriaca con 61 buques de guerra, armados con 4.102 cañones y 25.585 hombres. ¡Muchos elementos de ataque para una plaza, fuerte por sus condiciones geográficas, pero que estaba defendida tan sólo por 100 hombres, con un centenar de cañones, de los cuales muchos estaban en mal estado y los otros tampoco podían servir de mucho por falta de artilleros y municiones!. Recordemos que normalmente un cañón tiene una dotación de cinco hombres.

El gobernador de la plaza, general de artillería D. Diego de Salinas, había pedido con urgencia los refuerzos necesarios para luchar contra la formidable escuadra que se aproximaba, pero el Marqués de Villadarias, capitán general de Andalucía, decidió que no había nada que temer.

Ese día 1 de agosto por la tarde, ya habían desembarcado en el istmo más de 3.000 hombres que acamparon en la línea de huertos que unen la Roca con el resto de la Península, cortando toda comunicación por tierra.

El general Salinas y el alcalde de la ciudad habían alistado a los vecinos que quisieran defenderla, con lo que llegaron a reunir a unos 470 hombres, aunque su espíritu de lucha era muy elevado el general Salinas comprendió que la resistencia era en vano.

A la mañana siguiente el Príncipe de Darmstadt envió una carta personal del Archiduque Carlos, firmada como Rey Carlos III de España, dirigida a las autoridades de Gibraltar donde les pedía que le aclamaran como legítimo Rey de España y dieran facilidades de aprovisionamiento al Almirante Rooke de paso hacia otros servicios de la Reina de Inglaterra.

Esta misiva iba acompañada de otra del Príncipe de Darmstadt para el alcalde de la ciudad, enseñando los dientes de acero de las armas si no se avenían a proclamar al Archiduque Carlos como legítimo Rey de España.

Para mala suerte del archiduque, aquellos hombres de Gibraltar habían jurado a Felipe V como heredero de Carlos II y no querían saber otra cosa; además comprendieron que ambas cartas, a pesar de la cortesía habitual en la época, no eran más que una orden de entregarse, y a ellas contestó el Cabildo con esta sencilla carta llena de honor y entereza:

Excmo Sr., habiendo recibido esta ciudad la carta de V. Exc. Su fecha de hoy, dice en respuesta: Tiene jurado por Rey y Señor natural al Señor D. Felipe V; y que como sus fieles y leales vasallos sacrificaran sus vidas en su defensa, así esta ciudad como sus habitantes, mediante lo qual no le queda más que decir sobre lo que contiene la inclusa, que es cuanto se ofrece, y deseo que nuestro Sr guarde a V. Exc los muchos años que pueda. Gibraltar y agosto primero de mil setecientos cuatro.

Al recibir esta emocionante carta, el Príncipe de Darmstadt debió quedar muy enojado y en cierto sentido bastante sorprendido, pues que un puñado de personas de todas las clases sociales ante aquella imponente fuerza no dudaban en afirmar sus convicciones y estaban dispuestos a luchar por ellas, debió dejarle desconcertado. Decidió tomarse algún tiempo para reflexionar, aquella noche debió ser muy amarga para los gibraltareños pues debían creer que los invasores atacarían en cualquier momento. Los vecinos, aunque asustados, sin género de dudas, no decidieron entregarse voluntariamente.

En ese impasse se dieron tres pequeños sucesos, que por parecer de poca monta no son relatados por los historiadores: primero saltó el viento, aunque no muy fuerte, fue lo suficiente para poner en cuidado a la escuadra sobre si aumentaría la fuerza del levante en los próximos días e impediría la operación.

El segundo fue que el general Salinas encontró el modo de hacer llegar las noticias y las cartas recibidas a Villadarias y pedirle refuerzos, si todavía era posible; gracias a lo cual podemos conocer hoy día el contenido de las cartas.

El tercer suceso fue que dos grande barcos de transporte cargados de tropas españolas que formaban parte de los atacantes fueron enviados fuera de la bahía de Algeciras para fondear al este de la Roca, donde la estructura de la costa no permite que los barcos grandes se arrimen a ella para desembarcar gente, tal vez por temor a que estos españoles hiciesen causa común con los sitiados. Esto fue ordenado por el almirante inglés, por lo que podemos suponer que los ingleses ya traían la idea de ocupar Gibraltar para su exclusivo beneficio.

En la mañana del día 3, a primera hora, el Príncipe envió a Gibraltar una misiva conminatoria dando media hora para la rendición incondicional. Los gibraltareños no se dignaron contestar a esta fulminante amenaza. En la tarde de aquel sábado, como todavía había viento y los buques bastante tenían con mantenerse, no hubo más que un ligero cañoneo contra los fuertes de la ciudad.

Al amanecer del domingo 4 de agosto, el viento había amainado, y se ordenó que la escuadra, desplegada en línea frente a la ciudad, abriera fuego contra ella; unos treinta barcos empezaron a cañonearla sin piedad, respondiendo la plaza con 4 cañones, cuyas balas no llegaban a los barcos. Cuando se vio que las fortificaciones del lado del muelle parecían estar destruidas por aquel fuego abrumador, se ordenó el desembarco de las fuerzas, frente a la resistencia de los defensores, la mitad de ellos paisanos y mal armados, que, por fin, ante la avalancha enemiga se retiraron volando antes una mina que habían colocado bajo una de las torres del muelle, con cuya explosión hundieron siete lanchas enemigas repletas de soldados.

El cañoneo había seguido, después de derruir las murallas, martilleando en la ciudad, que quedó practicamente destruida; por lo que, viendo la imposibilidad de defenderse apenas 400 personas contra tal fuerza enemiga, se izó bandera de Capitulación, que fue rápidamente aceptada por el Príncipe de Darmstadt. Hay que reconocer que las cláusulas de capitulación fueron benignas y perfectamente honorables, permitiéndose a los militares portar sus armas cuando se fueran y a los civiles sus efectos personales, incluso caballos o carros.

La única prohibición formal era para los súbditos franceses, los cuales sería considerados prisioneros de guerra. Podrían quedarse los vecinos que lo quisieran hacer, cuyos bienes y personas serían respetados siempre que se declararan leales súbditos del Archiduque.

Apenas una docena de personas se quedaron en la ciudad, el resto se marchó por tierra en un éxodo impresionante, confundidos los heridos con los ancianos, las mujeres y los niños. Algunos llegaron hasta el pequeño pueblo de Algeciras al otro lado de la bahía, pero la mayoría sólo llegó hasta la cercana ermita de San Roque donde acamparon, creando la ciudad que lleva el nombre de este santo peregrino y donde se guardan casi todos los archivos con los documentos de la Ciudad de Gibraltar, esperando la hora de devolverlos a la misma.

El Príncipe de Darmstadt sentía un vivo aprecio por los españoles, y creía que sus aliados eran de fiar. Esa mañana del domingo se llevaría la peor desilusión de su vida.

Los aliados bajaron a tierra para tomar posesión de la plaza, el Príncipe mandó izar en lo alto de la Puerta de Tierra, el lugar de honor de la muralla, el estandarte imperial del Archiduque, mientras que un heraldo clamaba por tres veces: Gibraltar por el Rey de España, Carlos III.

Esta ceremonia era contemplada en perfecta formación por parte de las tropas invasoras, también por el pequeño grupo de paisanos que habían decidido quedarse en la ciudad, así como por los escasos oficiales y soldados españoles supervivientes de la guarnición de la misma, que por la cláusula IV de la Capitulación no podrían salir de Gibraltar hasta tres días más tarde.

En el momento que el viento hacía ondear el estandarte imperial, el almirante inglés Rooke hizo un gesto imperioso al capitán Hicks, Este, junto con seis marineros británicos y un pífano y un tambor, subió hasta lo alto de la Puerta de Tierra arrancando de su lugar el estandarte imperial y permaneciendo con la bandera británica en sus manos; acto seguido subió hasta allí el almirante Rooke, cuando estuvo arriba cogió de manos del capitán la bandera inglesa y la tremoló por tres veces, mientras decía en voz alta y fuerte que tomaba posesión de Gibraltar en nombre de la Reina Ana de Inglaterra, ordenando a Hicks que pusiera una guardia de honor ante la bandera.

¡Que ironía, un inglés hablando de honor!

La situación del Príncipe de Darmstad no pudo ser ni más violenta ni más desairada y hasta ridícula. Comprendía que su actuación en defensa de los intereses de un rey a quién en ese momento ya no le interesaba lo más mínimo lo que estaba pasando en España, pues el emperador austriaco había muerto, y él era el más que probable heredero, ese desgraciado país que por su culpa estaban pasando a sangre y fuego, no era más que una sangrienta burla, y el resultado una injuria para el pueblo que era tratado de aquella manera, con el falso pretexto de venir en su ayuda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario