sábado, 27 de noviembre de 2010

Planetas extrasolares

Esta entrada va dedicada a Pedro García, por su afición al espacio y por nuestro deseo de que suba más fotos a Flickr

Existen innumerables soles;
hay innumerables tierras que giran alrededor de estos soles,
de manera similar a la que nuestros siete planetas giran alrededor de nuestro sol. [...]
Hay seres vivientes que habitan estos mundos.
Giordano Bruno, De l’infinito, universo e mondi, 1584.




Estatua a Giordano Bruno en Campo de' Fiori, Roma, el lugar donde la Inquisición lo quemó vivo y con la lengua aherrojada el 17 de febrero de 1600 por inmoralidad, enseñanzas erróneas, blasfemia, brujería y herejía. Entre estas "enseñanzas erróneas" se contaba el heliocentrismo y el principio de la pluralidad de los mundos.

En el momento en que escribo este post según PlanetQuest de la NASA hay 500 planetas extrasolares. El número de mundos detectados alrededor de otros soles crece sin parar. Hay planetas por todas partes: al menos el 10%, probablemente el 25% y hasta el 100% de las estrellas del tipo de nuestro Sol podrían tenerlos girando a su alrededor. Cada día es más cierta la segunda afirmación del cosmólogo napolitano quemado vivo hace cuatro siglos por la Inquisición bajo acusación de inmoralidad, enseñanzas erróneas, blasfemia, brujería y herejía. Ni más ni menos.

Bruno no fue el primero de los humanos en defender la pluralidad de los mundos habitados. Que se recuerde, este honor recae en los atomistas griegos, esencialmente materialistas filosóficos:  Leucipo, Demócrito o Epicuro acariciaron el concepto. Sin embargo Platón y Aristóteles se oponían y afirmaban que la Tierra tenía que ser única, con la humanidad (y sobre todo unas ciertas clases de la humanidad) en la cúspide de la creación.

Por motivos obvios, a los cristianos les gustaban mucho más las ideas de Platón y Aristóteles que las de los ateos atomistas. Así que cuando la Cristiandad se impuso en Occidente, lo hizo bebiendo de una cosmología clásica geocéntrica y creacionista donde la Tierra constituía un caso único y nuclear en el cosmos: el lugar elegido por Dios. La idea de que este no fuera más que un mundo cualquiera con una vida cualquiera en un rincón perdido del cosmos era –y es– difícil de conciliar con una teología salvífica antropomórfica: el Hombre creado a imagen y semejanza de Dios, el Dios encarnado en Hombre, la verticalidad del poder y de la revelación y todo ese rollo.

No resulta, pues, de extrañar que los cristianos en general y los católicos en particular se tomaran cada pensamiento discrepante como un ataque frontal a su fe y a su poder. Pese a ello, al menos Nicolás de Cusa planteó ya algunas discrepancias notables al respecto (hacia 1450).

La pluralidad de los mundos habitados aparece, aunque de pasada, en la literatura islámica medieval. Algunos de los maravillosos Cuentos de las mil y una noches incluyen elementos que hoy en día llamaríamos de ciencia ficción; entre ellos, Las aventuras de Bulukiya relata un viaje por diversos planetas habitados.

Pero Bruno sí fue el primero que planteó el asunto en términos modernos, protocientíficos. Con su muerte y la inclusión de todas sus obras en el Índice de Libros Prohibidos, aún tuvo que transcurrir casi otro siglo antes de que la idea empezara a generalizarse en el pensamiento occidental.

Ocurriría en 1686, con las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos de Fontenelle, y más decisivamente a partir del triunfo de la Ilustración en el siglo XVIII. Locke, Herschel y hasta los padres fundadores de los Estados Unidos Adams y Franklin exploraron provechosamente la cuestión.

Al llegar el siglo XX, ya sabíamos de sobras que las estrellas del cielo son soles como el nuestro, mayormente distribuidos en grandes galaxias, y sospechábamos con fuerza que debía haber muchos más mundos alrededor de esos otros soles. Pero no teníamos ninguna prueba fehaciente al respecto.

Y ya sabeis que en ciencia son muy puñeteros con eso de las pruebas fehacientes.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Pequeña entrada para un gran viaje

El faraón de la XXVI dinastía conocido como Necao (610-595 a. C.) ha pasado a la Historia por ser el promotor de la primera circunnavegación del continente africano.

Este príncipe saita reconquistó Siria y Palestina para el Imperio egipcio pero fue vencido por Nabucodonosor en Karkhemish. Dirigió sus esfuerzos, entonces, hacia la política naval. Primero inició la construcción de un canal para unir el Mar Rojo con el Nilo.

Durante las obras murieron 120.000 egipcios y no llegaron a finalizarse, ya que un oráculo anunció que estaban trabajando para el bárbaro.

Tras abandonar la construcción del canal, Necao se dedicó a potenciar su marina, creando dos flotas, una en el Mediterráneo y otra en el mar Rojo. No dudó en contratar técnicos fenicios y egeos para la construcción de las trirremes. Decidió encomendar la tarea de rodear el África a unos marineros fencios.

“ Partieron los fenicios del mar Eritreo (mar Rojo) e iban navegando por el mar del Sur; cuando venía el otoño hacía tierra, sembraban en cualquier punto de Libia en que se hallaran navegando y aguardaban la siega. Recogida la cosecha se hacía a la mar; de suerte que pasados dos años, el tercero doblaron la columnas de Herakles y llegaron a Egipto. Contaban algo increíble: que navegando hacia el sur llevaban el sol a su izquierda y, de pronto, un día lo tuvieron a la derecha, así hasta que llegaron a las columnas de Herakles donde volvió a estar a su frente.”

Esto lo escribió Heródoto en sus libros de Historia. Este periplo se tuvo por apócrifo durante cientos de años, justamente por la frase que más demuestra su veracidad: el haber tenido el sol a la derecha, es decir, al Norte, confirma su navegación por el hemisferio Sur.

domingo, 21 de noviembre de 2010

En la bahía de Chesapeake

Entre Florida, explorada por Ponce de León en 1512, y la península de Terranova se extendía inhóspita y apenas tocada por los europeos la costa atlántica de lo que hoy son los EEUU. En 1523, el acomodado oidor toledano Lucas Vázquez de Ayllón logró obtener en España una capitulación con licencia para proseguir con el descubrimiento de esas tierras en el remoto norte.

Desde Santo Domingo envió dos carabelas de tanteo al mando de Pedro de Quexos, quien ya había navegado en 1520 por aquella región que los indígenas llamaban Chicora. A vuelta traían esclavos y algo de oro, y Vázquez de Ayllón se preparó para una gran expedición de conquista y colonización en la actual Virginia.

Partió de Puerto Plata con cinco naves y 500 hombres, mujeres y frailes en 1526, después de dilapidar su fortuna en el flete de las naves y en pertrechos. Su idea era recorrer Chicora y el resto de las tierras situadas al norte hasta llegar a Terranova, donde suponía debía existir un paso hacia el Pacífico y la Especiería, y por el camino ir tomando posesión de aquellos supuestos paraísos. Nada más lejos de la realidad.



En la desembocadura del río, que llamaron Jordán, junto al actual Cabo del Miedo, perdieron una nave y descubrieron que las tierras prometidas no aparecían. Siguieron hacia el norte y al llegar al actual estado de Carolina del Norte, cerca de la bahía de Chesapeake, fundaron la ciudad de San Miguel de Guadalupe. Pero el emplazamiento, primero realizado por los europeos en aquel territorio, cien años antes de la llegada del Mayflower, estaba siendo edificado sobre terrenos pantanosos, rodeado de ciénagas y de nativos en pie de guerra.

Además, llegó el invierno y con él un frio helador que acabó incluso con la vida de Vázquez de Ayllón en 1529. Los supervivientes decidieron regresar a La Española. Llegaron sólo 150 de los 500 que partieron tres largos años atrás.

El cadáver de Ayllón fue arrojado al mar en el viaje de vuelta.

martes, 16 de noviembre de 2010

Un descubrimiento por casualidad

Este fin de semana ha muerto Berlanga, el director de cine y antiguo miembro de la División 250 en el frente del Este. He recordado a otro Berlanga, que también fue muy conocido y respetado. Hoy en día, prácticamente nadie se acuerda de él aunque sí agradecemos lo que le hizo entrar en la Historia de los descubrimientos.



El acceso español al océano Pacífico se realizó por dos puntos. La primera vez Vasco Núñez de Balboa (1513), lo hizo en el istmo centroamericano; carecía de elementos de juicio para hacer una valoración de lo que él llamó “Mar del Sur” por hallarlo en esa dirección. En segundo lugar se efectuó el contacto con el Pacífico por el sur mediante la expedición Magallanes-Elcano que, ésta sí, pudo apreciar la magnitud y, con terror, el vacío oceánico. Se comenzó a buscar islas-escalas, al estilo de Azores, Cabo Verde, Canarias o Madera, a la vez que seguía el avance tierra adentro por el continente sudamericano.

En estos momentos se estaba produciendo la conquista del Perú, mientras se estaba luchando contra los indígenas, las distintas facciones hispanas: los Pizarro por un lado y Almagro por el otro; habían estado en paz. Pero cuando se alzaron victoriosos sobre el peligro común, las desavenencias volvieron a aflorar. La ventaja legal estaba de parte de Pizarro, pero Almagro no se resignaba, mandó un mensaje al Emperador Carlos. Este le concedería el mandato sobre Nueva Toledo, al sur de las actuales posesiones. El problema estribaba en la lentitud de las comunicaciones entre la metrópoli y los nuevos territorios. Cuando llegó la autorización de la Corona: “descubrir y poblar en un ámbito de 200 leguas al sur de Nueva Castilla”; el Cuzco entraba justo en la frontera que desde Madrid habían trazado. El conflicto estaba servido.

Aquí entra en juego nuestro protagonista principal.

La Corona, previsora, había tomado una primera provisión mediadora más entre los contendientes que entre su obra. Había elegido a un prestigioso fraile: fray Tomás de Berlanga, obispo de Castilla del Oro (Panamá). Había llamado la atención del Emperador Carlos con anterioridad por una misiva que envió desde su sede en Castilla del Oro, que constituye un informe detallado del estado del reino con precisos apuntes de interés geográfico e histórico. Partió por mar desde su sede en Panamá hacia el Perú para mediar entre los dos antiguos amigos y al momento actual acérrimos enemigos, así nuestro protagonista entrará en la Historia de los Descubrimientos.

Su embarcación partió el 23 de febrero de 1535, Durante siete días tuvieron muy buena brisa. Después tuvieron seis días de clama chicha. Fueron empujados por la fuertes corrientes y el 10 de marzo vieron una isla. Hoy sabemos que es la contracorriente ecuatorial apoyada por los alisios. Avistaron otra isla cercana y tardaron tres días en pasar de una a otra. Pensando que estaban cerca de la costa del Perú no hicieron aguada y se dieron a la vela. Hoy sabemos que la distancia entre el archipiélago de las Galápagos y el continente es de unos 1.000 kms en línea recta. Estuvieron navegando once días, y se quedaron sin agua. Sin poder arrumbar a su destino, sabemos que la corriente de Humboldt los dirigía en dirección contraria a sus intereses. En este momento tomó la decisión que le consagraría en la Historia de la Navegación. Hizo virar el barco del otro bordo, navegando ocho días y vieron tierra. Acababa de descubrir el mecanismo que en el océano Atlántico los portugueses habían denominado “la volta de Guiné.”

Esto, aún siendo muy importante para la navegación de la época, no sería suficiente para que el fraile Berlanga fuese recordado en nuestros días. Pero fray Tomás era un hombre con un espíritu observador. Nos dejó una descripción muy ajustada de las islas que había encontrado, que en nuestros días aún asombra. De su carta al Emperador Carlos cuando arribó al Perú podemos leer:

“ E salidos a tierra no hallaron sino lobos marinos e tortugas e galápagos tan grandes que llevaban cada uno un hombre encima, e muchas iguanas....Vimos otra isla mayor y de grandes sierras, creyendo que tendría ríos e frutas, fuimos a ella.... Salimos todos los pasajeros en tierra e unos hicieron un pozo, e otros en buscar agua por la isla; del pozo salió el agua más amarga que la del mar; en la tierra no pudieron descubrir agua en dos días. Con las necesidades que la gente tenía echaron mano de una hoja de unos cardos que estaban como zumosas aunque no muy sabrosas comenzaron a comer dellas e esprimirlas para sacar de ellas agua e sacada parecía lavadizas de legía.”

Después de mucho buscar encontraron un poco del líquido elemento, pero no antes de perder dos hombres y diez caballerías por deshidratación. En esta segunda isla también encontraron lobos marinos, iguanas, galápagos, pingüinos, etc., y piedras duras, otras de gran tamaño, lo que hizo exclamar al obispo “parece que algún tiempo llovió piedras. No pienso que haya donde se pueda sembrar una fanega de maíz.”

En su carta el obispo deja traslucir que fue su tripulación quien acordó realizar esa escala técnica en el camino al Cuzco, como si quisiera disculpar su tardanza ante el Emperador.

Podemos afirmar que se trata de un hallazgo fortuito e involuntario, pero también afortunado, por cuanto supuso ganar un archipiélago, apasionante para el hombre del s. XX, y descubrir el mecanismo eólico y de circulación en la hidrosfera para regresar al continente americano.

En strictu sensu el obispo Berlanga no fue un descubridor, ya que se dirigía a otro lugar y todos sus sentidos estaban enfocados al punto de destino no a lo que se encontrase durante el camino. Además, carecía de intención y de interés inmediato por el descubrimiento que surgió ante sí. Ni siquiera puso en práctica la más mínima medida para ejercer o dar la sensación de “toma de posesión” tan común y habitual en el Nuevo Mundo en aquella época. Más aún, no se tomó la molestia ni de poner nombre a las islas o a determinados accidentes geográficos.

Puede apreciarse en Berlanga un embrión de científico y explorador, desde el punto de vista intelectual. Conoció someramente algunos aspectos biológicos, climáticos, ambientales pero no dio el paso de actuar en forma analítica ni minuciosa que hubiera dado a su figura talla universal.

Como Berlanga no tenía una misión de descubrimiento ni de exploración la carta al Emperador Carlos pasó desapercibida a los cosmógrafos de la Casa de Contratación, por lo que no quedó recogida en las descripciones de los descubrimientos. La literatura histórica ha canonizado al famoso Ortelius como primer cartógrafo que incluye el archipiélago en su mapa de 1570, ya resulta enormemente difícil corregir el error.

Como anécdota, y porque aquí no pueden faltar los perros, diremos que el pirata Henry Morgan arribó a estas islas hacia 1675 para reparar su barco. Uno que dejó un amplio informe, muy interesante, sería William Dampier en mayo de 1684.

Durante toda la época colonial el archipiélago se mantuvo deshabitado, no fue hasta la época republicana que Ecuador se decidió por una toma de posesión efectiva, el 12 de febrero de 1831. El archipiélago sería un lugar apenas visitado durante todo el siglo XIX, sin olvidarnos del viaje del Beagle en 1835, donde iba un joven naturista llamado Charles Darwin.

En 1852 el Reino Unido y más tarde, en 1858, los Estados Unidos, intentaron comprar el archipiélago por su interés geoestratégico. Intentos que se repitieron a principios del s. XX, con la apertura del Canal de Panamá podía servir como depósitos de carbón para aprovisionamiento de las escuadras. Recordemos, por lo que nos toca de cerca, que los EEUU entraron en negociaciones con la Corona de España para comprar una pequeña isla deshabitada frente a las costa de Marruecos, llamada Perejil, con ese mismo fin.

En total , un cúmulo de gentes de variada catadura y de diversos intereses que fueron dando nombre a islas y accidentes geográficos, produciendo una duplicidad, cuando no una multiplicidad de topónimos para designar un mismo punto. Hasta que, en la conmemoración del IV Centenario del Descubrimiento, el Congreso de la República del Ecuador aprobó un proyecto del Ministerio de Instrucción Pública, por el que todas las islas cambiaban los nombres que habían ido imponiéndose en la cartografía por una toponimia hispana, así tenemos: San Cristóbal, Santa María, Isabela, Fernandina, San Salvador, Santa Cruz, Santa Fe, Pinta, Pinzón, Marchena, La Rábida, Española, Genoveva, Núñez.

Y el archipiélago de las Galápagos pasó a llamarse Archipiélago de Colón. Aunque este último nombre sólo lo usan los cartógrafos.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Momias

Algunos tenemos guardada una carpeta con recortes, textos o imágenes que, en su momento, nos parecieron interesantes. Los que estamos viviendo la transición de la oficina de papel a la oficina de bits también tenemos archivos perdidos por esos discos duros, CD´s e incluso ¡disquetes!.

Limpiando un pequeño archivador de discos de 5 1/4 que usaba como cajón de sastre han aparecido un montón de ficheros de textos con más de 5, y más de 7 años de antigüedad.

Iré mirando lo que contienen y probablemente ya no me interesen tanto como en su momento, pero que le vamos a hacer, nos hacemos viejos.

Este es un texto que no se de donde lo saqué, y sigue siendo interesante.

Las momias egipcias

Los egipcios tenían una compleja concepción de la muerte que se mantuvo invariable desde los inicios de su civilización hasta la época greco-romana. Orientaron sus creencias de ultratumba hacia el triunfo sobre la muerte. Para ello intentaron que el fin de la vida terrena se convirtiera en una etapa de transición a la vida eterna.

La momificación de los cadáveres derivaba de la necesidad de conservar el cuerpo para asegurar la supervivencia del “ka”, el doble divino de cada ser humano. Existe otra división del alma, llamada “ba”, que representa la parte capaz de mantener el contracto entre ese mundo y el más allá. El “ba” que se representa como un pájaro con cabeza humana, permanece junto a la momia en la oscuridad de la noche, pero durante día sala al aire libre. El “ka” debe mantenerse en estado reconocible para que cada noche el “ba” lo identifique.

En el Periodo Predinástico (antes del 3.000 a.C.) las manipulaciones del cadáver eran mínimas, las condiciones del sustrato arenoso y la sequedad del clima favorecieron la conservación natural de estos cuerpos. Durante la III Dinastía (hacia el 2.700 a. C.) se conocen algunos indicios de la práctica de la momificación. Poco a poco, el proceso ganó en complejidad hasta que se alcanzó la perfección.

El proceso de un buen embalsamamiento podía prolongarse más de 150 días, requiriendo un periodo mínimo de setenta días. P. A. Leca fue capaz de establecer la secuencia y orden de las operaciones: ablación del cerebro, extracción de las vísceras y tratamiento de las mismas tras un lavado cuidadoso del cadáver, deshidratación del cuerpo y nuevo lavado, rellenado del cráneo y cavidades torácica y abdominal, unción y masaje, colocación de una placa metálica en la incisión del costado, aplicación de resinas calientes y finalmente, el vendaje, que podía requerir hasta quince días.

La operación de mayor importancia es la desecación del cuerpo, que se hacía con natrón en seco (sodio carbonatado que se encontraba como una sal natural en el desierto egipcio). Habitualmente las vísceras, después de limpias y embalsamadas, se depositaban en cuatro vasos llamados canopos, ya que era precisa su conservación para garantizar su “funcionamiento” en la otra vida. Las cavidades se rellenaban con natrón. Una vez desecado el cadáver se realizaba una segunda limpieza y podía rellenarse el cuerpo con paja, resina, etc, para que se mantuviera rígido. Los ojos, inutilizados por el patrón, se sustituían por bolas de tejido a las que se les pintaba la pupila y el iris, o bien por pequeñas piedras o cantos redondeados. Antes de empezar el vendaje se cerraban los orificios y se colocaban los brazos; normalmente los de los hombres estirados y cruzados a la altura del pubis y los de las mujeres estirados y pegados al cuerpo. Durante la XVIII dinastía (hacia el 1550 a. C.) se hizo frecuente cruzar los brazos a la altura del pecho, postura ésta que ha trascendido como la propia de las momias egipcias.

El vendaje final se realizaba siempre con lino. Primero se envolvía el cuerpo en un gran paño a modo de sudario; después se realizaba un cuidadoso vendaje disponiendo multitud de pequeñas joyas y amuletos bajo las tiras de lino. A medida que se iba cubriendo el cuerpo de vendas se derramaba resina para consolidar la cubierta. El remate final consistía en la realización de una máscara para perpetuar las facciones: de oro en quienes podían permitírselo o pintada sobre madera, generando una tradición retomada en época romana por los retratos de El Fayum.

Finalmente el cuerpo se introducía en el sarcófago y estaba dispuesto para ser depositado en la tumba.

lunes, 8 de noviembre de 2010

El robo de Gibraltar

El día 1 de agosto de 1704 se presentó ante la plaza fuerte de Gibraltar una flota aliada británica y austriaca con 61 buques de guerra, armados con 4.102 cañones y 25.585 hombres. ¡Muchos elementos de ataque para una plaza, fuerte por sus condiciones geográficas, pero que estaba defendida tan sólo por 100 hombres, con un centenar de cañones, de los cuales muchos estaban en mal estado y los otros tampoco podían servir de mucho por falta de artilleros y municiones!. Recordemos que normalmente un cañón tiene una dotación de cinco hombres.

El gobernador de la plaza, general de artillería D. Diego de Salinas, había pedido con urgencia los refuerzos necesarios para luchar contra la formidable escuadra que se aproximaba, pero el Marqués de Villadarias, capitán general de Andalucía, decidió que no había nada que temer.

Ese día 1 de agosto por la tarde, ya habían desembarcado en el istmo más de 3.000 hombres que acamparon en la línea de huertos que unen la Roca con el resto de la Península, cortando toda comunicación por tierra.

El general Salinas y el alcalde de la ciudad habían alistado a los vecinos que quisieran defenderla, con lo que llegaron a reunir a unos 470 hombres, aunque su espíritu de lucha era muy elevado el general Salinas comprendió que la resistencia era en vano.

A la mañana siguiente el Príncipe de Darmstadt envió una carta personal del Archiduque Carlos, firmada como Rey Carlos III de España, dirigida a las autoridades de Gibraltar donde les pedía que le aclamaran como legítimo Rey de España y dieran facilidades de aprovisionamiento al Almirante Rooke de paso hacia otros servicios de la Reina de Inglaterra.

Esta misiva iba acompañada de otra del Príncipe de Darmstadt para el alcalde de la ciudad, enseñando los dientes de acero de las armas si no se avenían a proclamar al Archiduque Carlos como legítimo Rey de España.

Para mala suerte del archiduque, aquellos hombres de Gibraltar habían jurado a Felipe V como heredero de Carlos II y no querían saber otra cosa; además comprendieron que ambas cartas, a pesar de la cortesía habitual en la época, no eran más que una orden de entregarse, y a ellas contestó el Cabildo con esta sencilla carta llena de honor y entereza:

Excmo Sr., habiendo recibido esta ciudad la carta de V. Exc. Su fecha de hoy, dice en respuesta: Tiene jurado por Rey y Señor natural al Señor D. Felipe V; y que como sus fieles y leales vasallos sacrificaran sus vidas en su defensa, así esta ciudad como sus habitantes, mediante lo qual no le queda más que decir sobre lo que contiene la inclusa, que es cuanto se ofrece, y deseo que nuestro Sr guarde a V. Exc los muchos años que pueda. Gibraltar y agosto primero de mil setecientos cuatro.

Al recibir esta emocionante carta, el Príncipe de Darmstadt debió quedar muy enojado y en cierto sentido bastante sorprendido, pues que un puñado de personas de todas las clases sociales ante aquella imponente fuerza no dudaban en afirmar sus convicciones y estaban dispuestos a luchar por ellas, debió dejarle desconcertado. Decidió tomarse algún tiempo para reflexionar, aquella noche debió ser muy amarga para los gibraltareños pues debían creer que los invasores atacarían en cualquier momento. Los vecinos, aunque asustados, sin género de dudas, no decidieron entregarse voluntariamente.

En ese impasse se dieron tres pequeños sucesos, que por parecer de poca monta no son relatados por los historiadores: primero saltó el viento, aunque no muy fuerte, fue lo suficiente para poner en cuidado a la escuadra sobre si aumentaría la fuerza del levante en los próximos días e impediría la operación.

El segundo fue que el general Salinas encontró el modo de hacer llegar las noticias y las cartas recibidas a Villadarias y pedirle refuerzos, si todavía era posible; gracias a lo cual podemos conocer hoy día el contenido de las cartas.

El tercer suceso fue que dos grande barcos de transporte cargados de tropas españolas que formaban parte de los atacantes fueron enviados fuera de la bahía de Algeciras para fondear al este de la Roca, donde la estructura de la costa no permite que los barcos grandes se arrimen a ella para desembarcar gente, tal vez por temor a que estos españoles hiciesen causa común con los sitiados. Esto fue ordenado por el almirante inglés, por lo que podemos suponer que los ingleses ya traían la idea de ocupar Gibraltar para su exclusivo beneficio.

En la mañana del día 3, a primera hora, el Príncipe envió a Gibraltar una misiva conminatoria dando media hora para la rendición incondicional. Los gibraltareños no se dignaron contestar a esta fulminante amenaza. En la tarde de aquel sábado, como todavía había viento y los buques bastante tenían con mantenerse, no hubo más que un ligero cañoneo contra los fuertes de la ciudad.

Al amanecer del domingo 4 de agosto, el viento había amainado, y se ordenó que la escuadra, desplegada en línea frente a la ciudad, abriera fuego contra ella; unos treinta barcos empezaron a cañonearla sin piedad, respondiendo la plaza con 4 cañones, cuyas balas no llegaban a los barcos. Cuando se vio que las fortificaciones del lado del muelle parecían estar destruidas por aquel fuego abrumador, se ordenó el desembarco de las fuerzas, frente a la resistencia de los defensores, la mitad de ellos paisanos y mal armados, que, por fin, ante la avalancha enemiga se retiraron volando antes una mina que habían colocado bajo una de las torres del muelle, con cuya explosión hundieron siete lanchas enemigas repletas de soldados.

El cañoneo había seguido, después de derruir las murallas, martilleando en la ciudad, que quedó practicamente destruida; por lo que, viendo la imposibilidad de defenderse apenas 400 personas contra tal fuerza enemiga, se izó bandera de Capitulación, que fue rápidamente aceptada por el Príncipe de Darmstadt. Hay que reconocer que las cláusulas de capitulación fueron benignas y perfectamente honorables, permitiéndose a los militares portar sus armas cuando se fueran y a los civiles sus efectos personales, incluso caballos o carros.

La única prohibición formal era para los súbditos franceses, los cuales sería considerados prisioneros de guerra. Podrían quedarse los vecinos que lo quisieran hacer, cuyos bienes y personas serían respetados siempre que se declararan leales súbditos del Archiduque.

Apenas una docena de personas se quedaron en la ciudad, el resto se marchó por tierra en un éxodo impresionante, confundidos los heridos con los ancianos, las mujeres y los niños. Algunos llegaron hasta el pequeño pueblo de Algeciras al otro lado de la bahía, pero la mayoría sólo llegó hasta la cercana ermita de San Roque donde acamparon, creando la ciudad que lleva el nombre de este santo peregrino y donde se guardan casi todos los archivos con los documentos de la Ciudad de Gibraltar, esperando la hora de devolverlos a la misma.

El Príncipe de Darmstadt sentía un vivo aprecio por los españoles, y creía que sus aliados eran de fiar. Esa mañana del domingo se llevaría la peor desilusión de su vida.

Los aliados bajaron a tierra para tomar posesión de la plaza, el Príncipe mandó izar en lo alto de la Puerta de Tierra, el lugar de honor de la muralla, el estandarte imperial del Archiduque, mientras que un heraldo clamaba por tres veces: Gibraltar por el Rey de España, Carlos III.

Esta ceremonia era contemplada en perfecta formación por parte de las tropas invasoras, también por el pequeño grupo de paisanos que habían decidido quedarse en la ciudad, así como por los escasos oficiales y soldados españoles supervivientes de la guarnición de la misma, que por la cláusula IV de la Capitulación no podrían salir de Gibraltar hasta tres días más tarde.

En el momento que el viento hacía ondear el estandarte imperial, el almirante inglés Rooke hizo un gesto imperioso al capitán Hicks, Este, junto con seis marineros británicos y un pífano y un tambor, subió hasta lo alto de la Puerta de Tierra arrancando de su lugar el estandarte imperial y permaneciendo con la bandera británica en sus manos; acto seguido subió hasta allí el almirante Rooke, cuando estuvo arriba cogió de manos del capitán la bandera inglesa y la tremoló por tres veces, mientras decía en voz alta y fuerte que tomaba posesión de Gibraltar en nombre de la Reina Ana de Inglaterra, ordenando a Hicks que pusiera una guardia de honor ante la bandera.

¡Que ironía, un inglés hablando de honor!

La situación del Príncipe de Darmstad no pudo ser ni más violenta ni más desairada y hasta ridícula. Comprendía que su actuación en defensa de los intereses de un rey a quién en ese momento ya no le interesaba lo más mínimo lo que estaba pasando en España, pues el emperador austriaco había muerto, y él era el más que probable heredero, ese desgraciado país que por su culpa estaban pasando a sangre y fuego, no era más que una sangrienta burla, y el resultado una injuria para el pueblo que era tratado de aquella manera, con el falso pretexto de venir en su ayuda.