jueves, 3 de septiembre de 2009

La sociedad visigoda, primera parte

Hispania, siglos V al VIII.

Según la tradición germánica de los visigodos y su imbricación con las normas romanas sólo existen dos clases de hombres, los libres y los siervos a los que habría que añadir el grupo de los libertos, antiguos siervos a los que se ha concedido la libertad.

Pero bajo estas clasificaciones se ocultan enormes diferencias: libres son los nobles hispanorromanos dueños de grandes propiedades, los miembros de la aristocracia visigoda y los clérigos; libre era la mayor parte de la población urbana (de la que apenas sabemos nada) y libres eran los pequeños propietarios rurales social y económicamente independientes; libres igualmente eran los colonos y los encomendados que se habían visto obligados a buscar la protección de un gran propietario mediante la entrega de sus tierras o de su trabajo; pero su libertad no llegaba a permitirles abandonar la tierra que cultivaban.

La suerte de los siervos no difería mucho de la de los colonos y campesinos adscritos a la tierra; legalmente inferiores a éstos, carecían de una serie de derechos pero disponían, a veces, de mayores posibilidades que los simples libres, y en cuanto a los libertos, su situación era equiparable en todo a la de colonos y encomendados

Siervos

Se adquiere el estado de siervo por las mismas causas que en la sociedad romana, es decir, por el nacimiento, por cautividad —prisioneros de guerra—, por entrega voluntaria, como en los casos de hombres libres que se venden a sí mismos como esclavos (aunque la «voluntariedad» de esta entrega sea más que discutible y venga impuesta casi siempre por necesidades económicas) y por deudas o condena judicial. Además de las causas señaladas, se convierten en siervos los que no disponen de bienes suficientes para pagar los daños que hubiera causado un falso testimonio, los responsables de diversos delitos sexuales entre los que se incluyen las violaciones, raptos, adulterios, el matrimonio o el concubinato de mujeres con siervos o libertos que no les estuvieran sometidos, la celebración de segundas nupcias sin tener seguridad de que el primer cónyuge hubiera muerto, la provocación de abortos, el abandono de los hijos, la venta de hombres libres como siervos...

La característica esencial del siervo es su condición de cosa que le impide tener derechos: puede ser vendido, comprado o cambiado libremente por el dueño, que puede igualmente castigarlo según su voluntad, con la única limitación, impuesta a fines del siglo VII, de no mutilarlos ni causarles la muerte. Sólo en determinados casos se les permite declarar en juicio como testigos siempre que sus dueños los declaren dignos de crédito, con lo que se presta confianza no al siervo sino al señor; incluso en estos casos su testimonio sólo es válido en causas de poca importancia (peleas entre vecinos y parientes, discusiones sobre lindes, robos de escasa monta...) y siempre que no hubiera hombres libres que hubieran presenciado el hecho. Su testimonio es admitido e incluso exigido en los casos de fuga de otros siervos y el juez puede aplicarles tormento para obtener de ellos la verdad, teniendo cuidado de no mutilarlos para evitar perjuicios económicos al dueño. Igualmente se les obliga a declarar cuando el rey investiga delitos de falsificación de moneda o crímenes de lesa majestad y cuando se sospecha la existencia de adulterio en alguno de sus señores; se les permite testificar cuando ellos mismos han sido maltratados por personas que no sean sus dueños, por considerar que el siervo debe proteger en todo momento los intereses del señor, entre los que se cuenta él mismo. La ley de Chindasvinto que regula este último punto alude a la existencia de hombres libres que, abusando de su condición, hieren a siervos ajenos y se niegan a responder en juicio a las acusaciones presentadas por los esclavos, alegando que en el caso de que ellos, los libres, ganaran el pleito, no podrían recibir la compensación económica debida al no disponer el siervo de bienes propios; valiéndose de esta impunidad, eran frecuentes los casos de hombres libres que descargaban su ira sobre siervos ajenos que, por sí mismos, no podían reclamar.

En defensa de los intereses de los dueños, se autorizaba a los siervos a querellarse en las mismas condiciones que cualquier libre siempre que el dueño residiera a una distancia superior a cincuenta millas; si la distancia fuera menor sólo el dueño, es decir, el afectado en su economía, podía reclamar; y si no pudiera acudir al juicio por justas razones se le permitía delegar en el siervo. Pero la actuación del esclavo sólo era válida si el dueño estaba conforme con ella, pues si éste creía que el siervo no había mostrado suficiente interés en la defensa de sus derechos podía iniciar de nuevo el pleito. En definitiva; los siervos carecen de personalidad jurídica. El señor era responsable por ellos y además era el beneficiario de sus ganancias. La justicia se reduce a utilizarlos cuando los necesita por carecer de otros medios para averiguar la verdad, lo cual no puede extrañarnos en una sociedad que recomienda se prefieran los testigos ricos a los pobres por considerar que estos últimos pueden falsear su testimonio obligados por las necesidades económicas.

Las relaciones sexuales de los siervos con personas de distinta categoría social se consideran un atentado contra el orden establecido y son gravemente castigadas en el siervo, y en el libre que no respeta ni hace honor a su condición; la persona libre o liberta que consienta en estas relaciones se ve reducida a la esclavitud, y los hijos habidos de estas uniones serán igualmente siervos.
Esta última cláusula de la ley daría lugar a gran número de abusos. La posesión de siervos, de su fuerza de trabajo, era una fuente de riqueza importante, por lo que debieron alcanzar un alto precio del que el señor procuraba resarcirse obligando a los siervos a un trabajo continuado y a las siervas a tener el mayor número posible de hijos. No es difícil imaginar que una sierva joven, en estado de procrear, alcanzaría precios inaccesibles para los pequeños o medianos propietarios, muchos de los cuales recurrieron, para obtenerlas, al procedimiento de hacer pasar por libres a sus siervos y casarlos con mujeres libres o libertas. Una vez realizado el matrimonio se descubría el fraude y la esposa con los hijos pasaba a ser propiedad del dueño del marido. Para remediar estos abusos, se estableció que cuando se pudiera probar el fraude el dueño perdería sus derechos sobre marido y mujer, por la sencilla razón de que el señor había hecho creer que realmente su siervo era libre y debía creerse en su palabra primera aunque luego se desdijera. En estas condiciones, no es extraño que la esterilidad alcanzara categoría de maldición bíblica, al menos para las siervas, al defraudar económicamente a sus dueños, verían endurecerse sus condiciones de vida.

Los siervos del rey

Dentro del mundo de los siervos, no todos tienen igual categoría. En la cima de todos ellos y con rango y poder superiores a los de muchos libres se hallaban algunos siervos del rey encargados por éste de la dirección de diversos servicios como el pastoreo del ganado, la acuñación de moneda y la cocina real. Éstos y en general cuantos ejercían autoridad sobre otros hombres estaban autorizados a declarar en juicio ya que, lógicamente, el juez no podría negar validez al testimonio de un siervo que gozaba de la confianza del monarca.

Los siervos del rey podían incluso tener sus propios esclavos a los que, en ocasiones, llegaron a manumitir mientras ellos permanecían en estado de esclavitud; disponían de algunos bienes que podían ceder o cambiar libremente siempre que con ello no salieran del poder supremo del rey, caso que se daba cuando las donaciones o ventas se efectuaban a las iglesias. Para evitar esta pérdida se ordenó que ningún siervo real pudiera liberar a los que dependían de él ni dar a la Iglesia tierras o siervos sino que, en el caso de que quisieran hacer una donación por su alma, vendieran sus tierras y hombres a otros siervos del rey, con lo que éste mantenía intactas sus propiedades, y dieran a la Iglesia el importe de la venta.

Los siervos eclesiásticos


La situación de los siervos eclesiásticos no debió ser mucho mejor que la de los particulares. Aunque la Iglesia tuvo un gran interés en manumitirlos por motivos religiosos, la diferencia económica entre un siervo y un liberto absoluto (veremos que existen dos tipos de libertos) debió ser motivo suficiente para que estas manumisiones fueran contadas. Los concilios insisten repetidas veces en la obligación de manumitir a los siervos y, al mismo tiempo, explican de forma suficientemente clara las razones por las que no se llevaban a efecto las manumisiones . El obispo es incitado a liberar a los siervos de la Iglesia, pero se le exige que los bienes eclesiásticos no disminuyan ni se pierdan, y es indudable que la manumisión de un siervo representaba una pérdida importante, por lo que el obispo sólo podría liberarlos en el caso de que compensara a la Iglesia con entrega de sus bienes patrimoniales.

En el concilio de Mérida (666) se puso de manifiesto que algunos obispos habían liberado a numerosos siervos de la Iglesia, y para evitar lo que el concilio llama abusos se inició una investigación sobre las circunstancias que concurrían en cada caso. Se dispuso, en el canon XX, que serían considerados libertos los que hubieran sido manumitidos por «aquellos obispos que han aportado a la santa Iglesia que gobiernan muchos bienes de su propio patrimonio» y volverían al estado de servidumbre los que debieran su libertad a quienes no dieron nada a la Iglesia. En el canon XXI, utilizando los mismos argumentos, se autoriza a los obispos a conceder bienes eclesiásticos a cualquier persona de su elección «si el obispo aportare grandes cantidades de su patrimonio a la iglesia que gobierna» y «si apareciera claramente que lo que escrituró a nombre de su iglesia es el triple o mucho más». En estas condiciones, muy pocos debieron ser los siervos manumitidos por la Iglesia, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo VII cuando se buscan los cargos episcopales como medio de enriquecimiento. Está probado que a fines del siglo se produjo una regresión y que gran número de libertos volvió a la servidumbre en virtud de las normas aprobadas en el concilio de Mérida, que fueron interpretadas de un modo aparentemente legal por muchos obispos a los que sólo preocupaba el incremento de sus bienes. Los cánones exigían que cuando fuera nombrado un nuevo obispo, los libertos le presentaran en el plazo de un año sus cartas de libertad para ser confirmadas; estas normas no serían conocidas en la mayoría de los casos por los libertos, y aprovechando su ignorancia «algunos obispos, más interesados en el aumento de sus cuentas que en agradar al Señor por sus obras de misericordia, convierten inmediatamente en esclavos suyos a aquellos libertos de la familia de la Iglesia que sus antecesores habían manumitido, por no haber presentado en el tiempo señalado el documento de su libertad».

El III Concilio de Zaragoza (691) puso fin a esta práctica al ordenar que el plazo de un año se contara a partir del momento en que el nuevo obispo hubiera pedido explícitamente a cada liberto la presentación de sus cartas; de esta forma se evitaría que los libertos alegaran ignorancia y que ésta fuera aprovechada por el obispo para reducirlos a esclavitud.

Ignoramos el número de siervos eclesiásticos, pero sabemos que a fines del siglo VII, en el XVI Concilio de Toledo (693), Égica se lamenta del estado de abandono en que se hallan muchas iglesias rurales por haber sido encomendadas varias de ellas a una misma persona que no podía atenderlas debidamente, y pide al concilio que, en adelante, cada una de las iglesias «aunque sea muy pobre, con tal de que pueda tener diez siervos», sea administrada por su propio y exclusivo rector; esta medida fue aprobada por los obispos asistentes; podemos colegir que si las iglesias rurales muy pobres podían tener a su servicio diez esclavos, el número de los pertenecientes a la Iglesia visigoda en general sería extraordinario, a pesar de las disposiciones canónicas en contra.

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